Mendes da Rocha huía de etiquetas. No consideraba que su trabajo perteneciera a ese brutalismo brasileño tan característico de la escuela paulista y menos aún que fuera brutalista a secas. “El brutalismo no es nada; solo significa algo para el que no ha entendido bien las cosas”, dijo en una entrevista a El País. En cuanto a su papel fundamental en la arquitectura contemporánea brasileña, le deja todo el honor a su mentor, Vilanova y Artigas, y a al pintor e historiador del arte Flavio Motta, junto a los que fundó la prestigiosa Facultad de Arquitectura y Urbanismo.
De hecho, la importancia que Mendes da Rocha concedía a Motta tenía mucho que ver con su visión filosófica de la arquitectura, basada el fluir de la historia y, con ella, del arte y la sociedad. Con esta firme convicción rechazaba conceptos tan establecidos como las propias corrientes arquitectónicas, al considerar que “toda arquitectura es moderna” y que no existían fracturas entre los estilos. Para él la arquitectura sigue a la vida, a su imprevisibilidad, porque todo continúa. Es más, cuando se le preguntaba por algo tan definitivo como la muerte, solía citar a la filósofa Hanna Arendt: “Todos sabemos que vamos a morir. Sin embargo, sabemos que no nacimos para morir, nacimos para seguir”, decía cargado de razón. La muerte no detiene el curso de la historia y tampoco la fragmenta, porque todo está relacionado; e igualmente ocurre en la arquitectura. Una idea que bien podía provenir de la influencia de Vilanova y Artigas y su profundo bagaje de determinismo marxista.
La arquitectura para Mendes da Rocha siempre tiene una función, pues responde a unas necesidades y a unas circunstancias, pero también hay cierto espacio para la libertad. En este sentido, su revolución particular fue cambiar “funcionalidad” por “oportunidad” y dar así margen a la creatividad, a la poesía. Frente al lema de “la forma sigue a la función”, él propuso un tratamiento la estética que trascendía la pura necesidad, es decir, una forma “que no desea ser funcional, sino oportuna”. Y lo demostró ya en su primer proyecto, un verdadero manifiesto de hormigón, impecable estructuralmente, bellísimo formalmente, plenamente funcional y socialmente necesario. Estamos hablando del Gimnasio del Clube Atlético Paulistano.
Corría el año 1958 y solo hacía tres años que Mendes da Rocha estaba en posesión de su título de Arquitecto. Fue entonces cuando el Ayuntamiento de Sao Paolo convocó un concurso público al que se presentó sin ninguna intención de ganar, solo para proponer una reflexión personal en forma de edificio. Una reflexión que, como era habitual en él, tenía dos vertientes fundamentales, la puramente arquitectónica y la social, que al final predominaba sobre la primera.
Cuando decidió participar, estudió muy a fondo la ubicación, una barriada pobre y alejada del centro, completamente huérfana de infraestructuras que funcionasen como un catalizador social. Con esos condicionantes, el gimnasio era una oportunidad única. No podía limitarse a plantear un estadio cerrado a la trama urbana. Por eso diseño una gran plataforma a modo de plaza pública y lo abrió a la ciudad al soterrar las gradas. De esta forma, la estructura que soporta la cubierta quedaba en el centro como una gran escultura, con sus seis pilares radiales unidos por un gran anillo circular. Cada elemento subraya su función, la dirección de sus fuerzas y sus cargas estructurales, es decir, la arquitectura como exhibición del éxito técnico, otra idea fundamental para comprender la obra de Mendes da Rocha.
Como ya sabéis, su proyecto ganó el concurso y el gimnasio se construyó, pero el arquitecto, fiel a su idea del continuo indivisible, siguió avanzando sin detenerse a revisar o a intentar replicar aquel primer éxito. Desde su punto de vista, hacer tal cosa no habría tenido ningún sentido, porque la arquitectura se desarrolla de acuerdo a unas circunstancias. Y precisamente las circunstancias influyeron mucho en una de sus obras maestras, el pabellón de Brasil para la Expo de Osaka. Más concretamente, las circunstancias políticas, pues, en 1964, un golpe militar derrocó el gobierno legítimo de Brasil y comenzó una dictadura que no finalizaría hasta 1985.
A Mendes da Rocha se lo desposeyó de su cátedra en la universidad el mismo 1964 y el concurso para el pabellón se convocó en 1969. Él no había parado de protestar y señalar los abusos del nuevo régimen hasta que, finalmente, fue detenido. ¿Cuándo? El mismo día en que ganó el concurso. Lógicamente, con una imagen internacional ya muy deteriorada, la dictadura no pudo hacer otra cosa que capear el temporal diplomático que se le venía encima. Y la única salida posible pasaba por enviar al arquitecto de tendencia marxista que había ganado el concurso, así que pasó en Japón un mes, ocupándose de su proyecto.
Cuando terminó el trabajo, la Escuela de Música de Osaka lo invitó a un banquete y sus responsables le ofrecieron conservar el pabellón para instalar allí su la sede. Mendes da Rocha aceptó sin dudarlo. pero el embajador brasileño zanjó la conversación. No se podía mantener en pie la obra de un disidente. El edificio debía ser demolido. Y lo fue.
El arquitecto siempre lo recordó como un episodio tremendamente doloroso, pero, como no podía ser de otra manera, decidió adaptarse a la situación. A pesar de estar inhabilitado, no quiso abandonar el país y se mantuvo gracias a compañeros que lo buscaban para que trabajase en sus proyectos. Decidió quedarse, a pesar de contar con una fama internacional, lo que lo llevó a desarrollar la práctica totalidad de su obra en Brasil. Frente al exilio y la progresión mundial de Niemeyer, Mendes da Rocha hizo para sí lo que hacía con su arquitectura, atarla al lugar. Incluso sumergirla en él.
Su casa en Butanta, es un diálogo con el entorno. Desde fuera, apenas se ve. El protagonismo es de los árboles que la rodean. Desde dentro, lo mismo. La naturaleza de Brasil. Y, si nos vamos a una de sus obras más reconocidas, el Museo de Escultura Brasileño, ocurre algo parecido, solo que en un contexto urbano: desde fuera, una gran plaza con un estaque y una lámina interminable de hormigón sostenida solo en su extremos. Desde dentro, un espacio de contemplación impecable. Pero la cosa no acaba aquí. En los siguiente años, su carrera creció exponencialmente y en 1987 proyectó la espectacular capilla de San Pedro Apostol, cuyo techo de hormigón parece flotar sobre los muros de cristal.
Su prestigio ya era global cuando ganó el premio Mies Van der Rohe de Arquitectura Latinoamericana en el año 2000, pero el Pritzker de 2006 lo encumbra definitivamente al olimpo de la arquitectura. Así y todo, si miramos sus obras más destacadas, seguimos viendo los preceptos que siguió para desarrollar el Gimnasio Paulistano. Las formas cambian, por supuesto, pero, como el propio Mendes da Rocha habría dicho, lo hacen sin fragmentación. Desde su primera obra, hasta el Pórtico de la Plaza del Patriarca o el Centro SESC 24 de Maio, siempre subyace la puesta en valor del espacio público. Al fin y al cabo, para él, todo el espacio era público: “Realmente sólo existe un espacio privado, que es el pensamiento”.
Referencias Bibliográficas: “Conversación con Paulo Mendes da Rocha”, Revista En blanco, nº15, 2014 / Bajo la sombra: Paulo Mendes da Rocha y la construcción de umbrales, Marta Domínguez Conde, 2019 / Entrevista a Paulo Mendes da Rocha en Icon Design, 2018 / Wikipedia / Metalocus / Plataforma Arquitectura.
Fotos: Paulo Mendes da Rocha, Plataforma Arquitectura, Arquitectura y empresa, Architectural Review, Arquitectura Viva, El País, Atlas of Places, Afasia Archzine, Pinterest.