Arata Isozaki transitó por la arquitectura como lo hizo por el mundo. Sin detenerse, pensando siempre en el siguiente destino, centrándose en lo local y adquiriendo una perspectiva universal. Sus obras, aparentemente discontinuas, trazan un camino de constante evolución que trasciende modas y estilos. Un carrera fulgurante que lo llevó de la destrucción de la Segunda Guerra Mundial al olimpo de la profesión.
Isozaki nació en 1931 en la isla de Kyushu. Si bien es cierto que partía de una buena posición, la propia de una familia de empresarios adinerados, también hay que reconocer que su infancia transcurrió entre los incesantes bombardeos de los aliados, incluidas las dos bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. Un panorama de destrucción absoluta que, lejos de desalentarlo, supuso un aliciente para su vocación de arquitecto. Él mismo solía contarlo con frecuencia: “Cuando fui lo suficientemente mayor para entender el mundo, quemaron mi ciudad, y al otro lado de la orilla, lanzaron una bomba atómica sobre Hiroshima, así que crecí en una zona cero. Todo estaba en ruinas, no había arquitectura, no había edificios, ni siquiera una ciudad como tal. Solo cuarteles y refugios me rodeaban. Por lo tanto, sí, mi primera experiencia arquitectónica fue la ausencia de arquitectura y comencé a considerar cómo las personas podrían reconstruir sus casas y ciudades”.
Pero no estaba solo. Junto a él, participando en la reconstrucción de un nuevo Japón tras la guerra, lo acompañaba la primera generación de oro de la arquitectura japonesa, entre ellos: Kiyonori Kikutake, Kishō Kurokawa y Kenzo Tange, para el que Isozaki trabajo durante 10 años antes de fundar su estudio en 1963. De aquellos años junto a Tange, quedó uno de los movimientos arquitectónicos más interesantes y con menos obras materializadas del siglo XX. Hablamos del metabolismo y, aunque Isozaki nunca llegó a adscribirse por completo al núcleo duro de los metabolistas, su proyecto irrealizado “City in the Air” cumplía con cada precepto del movimiento, pero también cumplía con una serie de premisas que guiarían a la posterior trayectoria del arquitecto: el sentido de construcción intrínseco al metabolismo, su carácter absolutamente vanguardista y rompedor, sus exigencias tecnológicas y su superación de lo establecido. Todas ellas estuvieron presentes en Isozaki más allá de cualquier concesión estilística. Eran las ideas lo que contaba, pero había que ir a buscarlas.
Y para encontrarlas, el mundo se le quedó pequeño. Cuando ganó el Pritzker en 2019, Isozaki explicó: “Quería ver el mundo con mis propios ojos, por lo que viajé por todo el mundo al menos diez veces antes de cumplir los treinta. Quería sentir la vida de personas en diferentes lugares y visité extensamente dentro de Japón, pero también al mundo islámico, pueblos en las profundidades de las montañas de China, el sudeste de Asia y ciudades metropolitanas de los Estados Unidos. Estaba tratando de encontrar cualquier oportunidad para hacerlo y, a través de esto, me pregunté: ¿Qué es la arquitectura?”
Quizás fuera ese cuestionamiento permanente lo que lo llevó a trascender los corsés de las modas. Al igual que otros grandes arquitectos, como Ricardo Bofill, con el que comparte una etapa posmoderna, la arquitectura de Isozaki pertenece a muchos estilos, pero no hay ningún estilo que le pertenezca a él: “Para encontrar la manera más adecuada de resolver estos problemas, no podía detenerme en un solo estilo. El cambio se hizo constante. Paradójicamente, este vino a ser mi propio estilo".
Su primera gran obra fue en su ciudad, la biblioteca de Oita, en 1966. Un fantástico edificio brutalista con un gran sentido escultórico. Una forma de dejar atrás los estragos de la guerra con un proyecto que sentase los cimientos de un Japón moderno y tecnológico. Fue un éxito absoluto y, con él, obtuvo una proyección internacional. Cualquier otro habría intentado repetir la fórmula y se habría encerrado al calor del los gruesos muros de hormigón visto, pero Isozaki no se detuvo, no ya en el tiempo, sino en sus obras. La repetición no era una opción, ni siquiera entre proyectos inaugurados el mismo año: El Museo de Arte Moderno de Gunma y la Biblioteca de Kitakyushu, ambos de 1974 son polos opuestos: la austeridad cúbica del primero frente a la blandura orgánica de la segunda. Una constante que nace de la falta de prejuicios y de una curiosidad sin límites. La misma que lo llevó a viajar para llevar las corrientes internacionales a Japón, la misma que luego lo llevó a volver a recorrer el mundo para llevar su talento fuera de Japón y la misma que lo hizo colaborar y encumbrar a arquitectos que hoy forman parte del star system de la profesión.
Sirvan como muestra dos ejemplos. El primero nos lleva hasta 1983, cuando el arquitecto formaba parte de un jurado para la construcción de un club deportivo en Hong Kong. Entonces, una desconocida Zaha Hadid presentó un proyecto aparentemente irrealizable, que, sin embargo, contó con el voto y el apoyo incondicional de Isozaki y fue el comienzo de una carrera estelar. Algo muy similar a lo que le pasó a Rem Koolhas en el segundo ejemplo, cuando nuestro protagonista decidió incluirlo en 1991 en el proyecto Nexus World, junto a Steven Holl, Óscar Tusquets, Mark Mack, Christian de Portzamparc y Osamu Ishiyama.
Esta frase se la debemos al jurado del Pritzker, que le fue concedido en 2019, casi como un reconocimiento a toda su carrera, para no dejar una deuda pendiente que luego hubiera sido irreparable. Solo en España, la riqueza formal de sus obras es un verdadero tesoro para nuestro patrimonio. No solo por el archiconocido e icónico Palau Sant Jordi, convertido ya en un símbolo de la Barcelona más internacional, sino también por el acceso al Caixa Fórum, también en Barcelona, la Domus de A Coruña, el espectacular conjunto urbano de Atea, en Bilbao, o su incursión urbanística en Sant Boi de Llobregat, donde diseñó el Parc de la Muntayeta y la plaza de la Agricultura. Tampoco podemos olvidar en la lista el Pabellón Polideportivo de Palafolls, el Centro de Estudios avanzados de Santiago de Compostela, la oficinas D38 en Barcelona y el residencial Carabanchel 21 en Madrid. Aunque hoy no podamos pasar de la mera enumeración, cualquier de ellos daría para un artículo y algunos, para una tesis.
En sus casi 70 años de carrera profesional, solo en su última etapa le llegaron los reproches. Reproches que no habrían tenido sentido para cualquier otro arquitecto, porque venían de la repetición. Lo que, en otros, como la misma Zaha Hadid, Frank Gehry, Calatrava o Rem Koolhas, habría sido definido como un “lenguaje arquitectónico propio”, en Isozaki se vio como una traición a su constante proceso de evolución. Las similitudes entre la Domus de la Coruña y la Academia de Bellas Artes de Pekín, o entre el Centro Himalayas Zendai y el Centro de Convenciones de Qatar fueron vistas con suspicacias por los que siempre habían alabado su interminable creatividad. No obstante, quizás sucediera que, después de buscar referentes por todo el mundo, empezó a encontrarlos en su propia arquitectura; después de darle mil vueltas al planeta, acabo por encontrase a sí mismo. Y eso no tiene nada de malo.